Un día antes, en la cena de antiguos
alumnos, propuso un brindis y anunció: “Os
felicito porque no ha nacido crisis que pueda con nosotros, porque esperamos a
los problemas con traje de luces, a puerta abierta; os aseguro que los días de
sol están a la vuelta de la esquina, y es más, os prometo que de ahora en
adelante, seremos como los violinistas de Titanic, tocaremos y bailemos hasta
que el agua nos llegue al cuello”.
Su cadáver aún estaba caliente, su tez
blanca, su piel fría. Por su cabeza circulaban un torrente de pensamientos, rápidos
y fluidos como las aguas de un río. Sus recuerdos barrían su mente con la
precipitación propia de la improvisación.
Atravesó pasillos interminables,
angustiosamente solitarios y a medida que se adentraba en las entrañas de
aquella extraña y poderosa luz que le atraía sin él desearlo, la sensación de
hostilidad y peligro aumentaban hasta sentir su espíritu moribundo, amordazado
y su ánimo marchito.
La muerte le pisaba los talones como
una sombra vigilando sus movimientos, estaba intentando procesar la
información, tratando de sacar sus propias conclusiones, y acabó descubriendo
el misterio. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de lo ocurrido, su ira
resonó en sus oídos, en las paredes de aquella ridícula tumba y en todo el
maldito cementerio. Otros le
rodeaban arrastrándole, amedrentándole con sus cuencas oscuras y sus cuerpos
mal formados.
Había vivido convencido de la
existencia de dos mundos paralelos, y de que a él le había tocado el bueno, no
el oscuro, donde reside la mediocridad, donde nació la injusticia y la
hipocresía, y donde seguro ahora él se aloja. En el mundo del sin sentido, en
el de las contradicciones. Gritaba desde la oscuridad del océano, cuando se apagan
las luces y uno no sabe distinguir donde termina el cielo y donde empieza el
agua.
Se sintió estafado, harto de la
prepotencia de aquel Dios que inmiscuyéndose en su vida había decidido su
prematura muerte, de aquella forma tajante y rotunda, sin vacilar, sin avisar.
Fue entonces cuando decidió hacerle frente, cuando decidió desafiarle, no era
el momento oportuno, no quería morir, no todavía, ningún Dios arrogante iba a
decidir por él, no cuando aún quedaba tanto por hacer. Armándose de valor y
sacando fuerzas de lo más hondo de su espíritu apagado, se apartó de la luz, le
dio la espalda y se alejó. Volver no estaba permitido, hacer como si todo
hubiera sido un mal sueño no era posible, pero no se iba a rendir, la ira
corría por sus venas, la rabia impulsaba su corazón y el deseo de venganza
despejaba su cerebro, seguiría junto a los vivos, vagaría eternamente, sería un
alma oscura, y arrastraría su odio eternamente, desafiaría al mismo Dios.
¡Feliz día de los muertos!